“HOMO GILIPOLLENSIS”


Por Carles Francino / Periodista y director de “La Ventana” (Cadena Ser)

Habían pasado pocos días desde que un sátrapa llamado Putin ordenara a su ejército invadir Ucrania. Reinaba la confusión porque las noticas eran escasas y porque el inductor de las mesas de reunión más largas del mundo lleva tanto bótox en la cara que costaba adivinar en sus discursos, o en los encuentros con mandatarios de otros países, si estaba satisfecho o decepcionado por los primeros resultados de su ofensiva. Careto de espía recauchutado. Hombre, yo creo que a estas alturas Putin ya habrá aprendido que nunca hay que vender la piel del oso ?aunque sea ucraniano? antes de cazarlo; ahora la gran pregunta es saber hasta dónde piensa llevar una guerra de desgaste que nos está jodiendo a todos, también a él; y desde luego a los propios rusos. Pero en ese momento todas las hipótesis parecían abiertas, incluso las más apocalípticas. Y lejos, muy lejos de aquel escenario bélico, en una mañana azul y fría, con el invierno ya casi en tiempo de prórroga, ocurrió algo. A las puertas de la Sima de los Huesos se había reunido un variopinto grupo de hombres y mujeres en el que había músicos, periodistas, niños ?que son una categoría en sí mismos? y algún personal sanitario… por si acaso. Los músicos eran raritos. Viajan por medio mundo dando conciertos en los que el palo de la fregona o el recogedor de basura se alternan como instrumentos con el violín o el acordeón; y encima utilizan una ristra de huesos en el papel de carraca. Todo sea por preservar la música popular desde sus orígenes prehistóricos. Pero es que, además, entre los periodistas, figuraba uno con varios quinquenios de especialización en investigar nuestra relación con la muerte; o sea, si la revista que dirige se llama “Adiós” no puede interpretarse como chanza sino como gesto de coherencia. Estaba claro que de ese encuentro podía salir cualquier cosa, y vaya si salió. Porque, encima, de maestro de ceremonias oficiaba una figura como salida de las páginas de Tintín, con bigotazo, salacot y ropa de explorador, que responde al nombre de Eudald Carbonell. No recuerdo si fue un músico o un periodista, pero alguien le insinuó…

“O sea, entonces, la Tercera Guerra Mundial…”

  • “Sí, claro, estallará. Tarde o temprano. La historia y la antropología nos lo confirman”.

Y lo soltó tal cual, con dos cojones. Porque en la tribu de los Atapuercos son así: Carbonell, Arsuaga, Bermúdez de Castro. Hay que quererles como son. Y a las Atapuercas también, claro, como María Martinón, forense de toda nuestra historia como especie, que tiene tela. Yo sí les quiero desde que hace un montón de años zarandearon mi cabeza y las de tantos otros con sus revolucionarios descubrimientos sobre la evolución humana. Desde entonces espero con ansia que a su lista de Sapiens, Habilis, Neanderthalensis o Antecessors se les una el Homo gilipollensis. Sé que lo conseguirán. Pasar un rato con cualquiera de ellos supone un ejercicio de humildad y aprendizaje tan extraordinario que deberían prescribirlo en farmacias. La vida, la muerte, el sexo, el arte, el cosmos, la religión, el clima, los animales, las plantas, las chorradas nuestras de cada día, todo adquiere otra dimensión bajo el código de Atapuerca. Hay cosas que se tocan, otras que se intuyen y algunas que se sienten. Pero nunca imaginé que la paleoantropología pudiera generarme algo parecido al amor. Atapuerca lo ha conseguido. Putin, no. Que le den.