¿Qué decía la microbiota intestinal al cerebro del “Homo antecessor”


Por María Rodríguez Aburto / Investigadora Principal - APC Microbiome Ireland, University College Cork

ATA05 era el código con el cual documentábamos cada hallazgo aquel verano de 2005. Tenía mi cuadrante propio, en el yacimiento de la Gran Dolina. Con suma paciencia íbamos desenterrando desde dientes de caballo a lascas de esquisto o cuarzo que hicieron las veces de cuchillos. Cada día pasábamos horas con nuestros instrumentos, nuestros pinceles y nuestros cubos. A media mañana nos esperaba un magnífico almuerzo que incluía los cangrejos de río guisados más exquisitos que he probado nunca.

Fue aquel verano cuando, en la misma Gran Dolina donde yo excavaba, encontraron la escápula de un niño de Homo antecessor. Recuerdo un gran revuelo, una gran emoción que se contagió a la expedición al completo. Dos años más tarde, en la Sima del Elefante, se encontró un premolar y una mandíbula de un homínido con 1,2 millones de años de antigüedad. Fue este el hallazgo que llevó a la publicación en Nature (nada más y nada menos) en 2008 “The first hominin of Europe”. Yo no podía evitar pensar que hace 1,2 millones de años, hubo allí una persona, masticando con unos dientes que se convertirían en un valiosísimo hallazgo. Pero, ¿quién era aquella persona?, ¿cómo era su vida?, ¿qué pensaba?, ¿a qué temía?, ¿qué le hacía feliz?, ¿qué le pasó para que sus restos quedasen sepultados durante tanto tiempo, hasta que sus lejanos descendientes Homo sapiens lo encontrasen, llenos de júbilo?

Siempre me he considerado bióloga en el sentido más amplio de la palabra. A pesar de dedicarme a la neurociencia, la paleoantropología siempre me ha fascinado. En mi campo generalmente producimos muestras mediante experimentos para probar nuestras hipótesis. En paleoantropología, sin embargo, se trata más de buscar. Buscar (y encontrar) el pasado en el presente, y a veces lo que encuentras es a la vez la pregunta y la respuesta, aunque esto último es muy común en ciencia.

Me gusta encontrar lo común en cosas aparentemente lejanas. Dentro de la amplia neurociencia, me dedico actualmente a entender si (y cómo) el ecosistema microbiano de nuestro intestino modula ciertos aspectos del desarrollo cerebral. Esto, aunque de primeras parece insólito, nos ha llevado a comprehender que esa microbiota intestinal juega un papel esencial en varios procesos del desarrollo cerebral, como la neurogenesis, la mielinización, la maduración de la microglía o del eje hipotálamo-hipófiso-adrenal. Y esta simbiosis que hemos comenzado a conocer en la última década y de la cual aún nos queda mucho por descubrir, se estableció desde el principio de los tiempos. El mundo fue microbiano mucho antes de que aparecieran los primeros seres pluricelulares. Y por supuesto, ya estaba presente en nuestros ancestros como el Homo antecessor el cual, según un estudio publicado en Scientific Reports en 2017, practicaba el canibalismo y consumía una dieta altamente abrasiva rica en raíces y tubérculos, tejido conectivo y carne cruda. Me gusta pensar que ellos, aunque no sabían los detalles concretos sobre su microbiota, ya vivían en profunda simbiosis con una microbiota intestinal que modulaba su cerebro, su estado de humor e incluso su comportamiento. Me pregunto: ¿qué papel jugó ese microbiota ancestral en la evolución del género Homo?, ¿fueron quizá los cambios en la dieta, que al parecer contribuyeron a desarrollar un cerebro más grande, acompañados a su vez por cambios sustanciales en la microbiota?, ¿fueron esos cambios en la microbiota importantes para la evolución del cerebro hasta llegar al Homo sapiens? Por suerte, la ciencia se vuelve cada vez más interdisciplinar y cada vez probamos más nuestras hipótesis desde distintos puntos de vista. Quiero entonces pensar, soñar, que podremos responder algunas de estas intrigantes preguntas en los próximos años.