ATAPUERCA: EN LA SIERRA DEL TESORO


ROSA M. TRISTÁN

Desde hace más de un millón de años, grupos de humanos, seguramente jóvenes para nuestros estándares, corpulentos, quién sabe si empuñando alguna lanza o con alguna piedra en forma de bifaz en la mano, llegaron a los pies de una sierra al fondo de un continente que habían atravesado de este a oeste.

Hace 40 años, otro grupo de humanos, también jóvenes, fuertes, empuñando picos y palas, descubrieron los pies de la misma sierra y comenzaron a buscar vestigios de aquel pasado que no conocían y que a lo largo del tiempo habían permanecido enterrado. Y llegaron sin mapa, sin ruta, sin recursos para un viaje hacia un horizonte que no estaba nada claro.

En Atapuerca, ambos grupos acabaron por encontrarse

Entre la llegada de los primeros homínidos, de poco cerebro y mucha corpulencia, y la de los últimos, con kilo y medio de neuronas pero menos músculos, la sierra de Atapuerca se había transformado mucho por el paso del tiempo y por la acción humana. Hoy es un monte con una brecha, una gigantesca trinchera, en la que cada verano batallan decenas de personas para descubrir quiénes eran aquellos ancestros. Su empeño: averiguar qué hacían, cómo sentían, qué sabían, de qué genes estaban hechos. Y así los conocí hace 15 años, inmersos en esa ingente tarea durante una de esas sofocantes campañas de verano que quise vivir en directo para contarlo en un periódico. No imaginaba entonces que con los años iban a ser tantas páginas, tantos paseos y tantos buenos momentos aprendiendo de aquellos que nunca han negado una respuesta a mi curiosidad insaciable.

La historia del ferrocarril minero que se empeñó en romper el monte a comienzos del siglo XX es una de las primeras historias que descubrí al llegar a los yacimientos. Aquel tren fue una ruina, pero resultó que la verdadera mina estaba a su paso. Más allá de la ya conocida Cueva Mayor y sus recovecos, en las paredes junto a las vías había un botín en hueso y piedra que llevaría el nombre de Atapuerca por el mundo. Cada año desde 2004 he visto cómo esa trinchera se ha ido agujereando, como un queso gruyere, transformándose de nuevo a golpe de piquetas en manos de desenterradores de un pasado que no es fácil recomponer.

Me resulta inquietante, aunque no sorprendente, que tuviera que pasar casi medio siglo de total abandono para intuir lo que Atapuerca escondía. Me pregunto cuánta información se habrá perdido en esas décadas, pero lo cierto es que en aquella España rural, con unos índices de analfabetismo sobrecogedores y una Guerra Civil por medio, no hubo quien interpretara que lo que había en aquellas paredes junto a las vías eran cuevas, simas y galerías rellenas con cráneos, costillas, partes de esqueletos de humanos primitivos, y de bisontes, mamuts, guepardos, hipopótamos, jaguares, hienas, osos... Todo un mundo subterráneo que comenzó a revelarse porque un joven grupo de espeleólogos se empeñó en conocer los entresijos de la vecina sierra: el grupo Edelweiss de Burgos.

Esta parte de la historia de historias de Atapuerca me resulta casi tan fascinante como los hallazgos mismos. Por ejemplo, resulta interesante el papel de los osos, pues eran fósiles de oso lo que buscaba Trinidad Torres cuando en 1975 entró en un pozo del interior de Cueva Mayor –la Sima de los Huesos– y se topó con una extraña mandíbula humana, que llevó a su profesor Emiliano Aguirre. No me cuesta imaginar a Aguirre con la mandíbula en el congreso de Morella (Castellón), guardada en una caja de zapatos, explicando a quien quería escucharle que aquello era muy primitivo, tanto como que tiene 430.000 años, según las últimas dataciones.

Reconozco que es un privilegio haber disfrutado de los recuerdos de quienes, como Aguirre o Eudald Carbonell, desde 1978 iniciaron esta aventura de la ciencia, de las dificultades para conseguir fondos para las excavaciones, de las ilusiones por encontrar algo valioso, de los duros trabajos de desescombro, de las fiestas de juventud compartidas, de las primeras decepciones ante expolios de desaprensivos y de una impaciencia por encontrar algo revolucionario que les animaba a seguir.

Socializar el conocimiento

Tras Carbonell, unos años después se estrenaron José María Bermúdez de Castro y Juan Luis Arsuaga. Los tres juntos iniciaron en los años 90 un “triunvirato” que lleva ya 27 años al frente de un proyecto que no solo ha destacado por sus hallazgos, sino también por su estabilidad, su capacidad para crear sinergias entre infinidad de disciplinas científicas y su denodado esfuerzo por compartir con la sociedad aquello que hasta entonces quedaba oculto en los laboratorios y las intrincadas publicaciones científicas. “Teníamos que socializar el conocimiento” es una de las frases que más he oído repetir a lo largo de los años en este equipo.

Tras una década de los 80 con mucho trabajo, pocos recursos, algunos hallazgos y demasiados escombros, llegó la “década prodigiosa” de los 90. La Sima de los Huesos, a cuyas orillas me he asomado en alguna ocasión, se convirtió en un auténtico espectáculo: en 1992 se descubrió a Miguelón, el cráneo más completo encontrado de un preneandertal, que estaba además entre un tesoro de fósiles. Hoy sabemos que había 28 individuos diferentes, pero sigue siendo hipnotizante escucharles relatar aquel primer momento, con el trofeo de Miguelón en las manos, conscientes de que no había nada igual en el mundo.

Desde que Arsuaga me habló de la Sima, he podido contar otros hermosos capítulos de nuestra historia humana que escondía: sobre la solidaridad que dejó sus huellas en los huesos de la niña Benjamina, sobre la capacidad de comunicarse de aquellos seres que Ignacio Martínez descubrió por unos minúsculos huesecillos del oído, sobre la consideración que sentían por sus mayores, que manifestaron con el propietario de la cadera Elvis y también sobre la violencia, que quedó marcada en el agujero del cráneo del primer asesinado que conocemos.

Otro gran hito tuvo lugar en 1994, cuando salió a la luz una nueva especie humana con 900.000 años de antigüedad, el Homo antecessor, única en Atapuerca, en el Estrato Aurora de la Gran Dolina. Nadie imaginaba entonces que podía haber humanos tan antiguos en este continente. Ver a Aurora Martín, que es quien lo descubrió hace casi 25 años, con su herramienta en la mano cada año da idea de lo mucho que “engancha” este trabajo.

Y aún habría otra sorpresa 10 años después, cuando en la Sima del Elefante se encontró otra especie humana con 1,2 millones de años, mucho más antigua. En esta ocasión sí pude ir a las pocas horas para ver aquel diente en directo en el laboratorio y contagiarme del entusiasmo que había en el ambiente. Más recientemente, esas mismas cuevas y simas han permitido rescatar ADN nuclear de homínidos de hace casi medio millón de años. ¿Y cómo no mencionar lo más reciente? Se trata de un nuevo yacimiento, cueva Fantasma, en el que en 2016 se encontró un parietal de neandertal que abre la puerta al pasado que faltaba. Carbonell y Bermúdez de Castro me repetían: “Tiene que estar”. Y qué razón tenían.

Han pasado muchos años desde mi primera visita, pero haber escrito junto a Eudald Carbonell el libro Atapuerca: 40 años inmersos en el pasado (editorial National Geographic/RBA) me ha servido para profundizar en ello y comprender que sin la conjunción de personas que el destino –científico– unió en la sierra no hubiera sido posible llevarlo a cabo. Es más, si Atapuerca les brindó sus tesoros fue porque supieron darle entidad y crear una fundación, un museo nacional, centros de interpretación, un parque arqueológico, documentales, exposiciones y decenas de libros. Ese esfuerzo es una de las claves de éxito de Atapuerca y de su continuidad en el futuro. Y futuro, como dicen sus tres codirectores, hay para muchas decenas de años.