“Mamá, no quiero ir a Atapuerca”


Por Carme Chaparro Presentadora y editora Noticias Cuatro
  • Mamá, yo no quiero ir a Atapuerca. No me interesa el pasado, me importa el futuro. ¿No me dices siempre que tengo que prepararme para el futuro?
  • Sí, claro, pero para eso necesitas comprender el pasado.
  • ¿El de miles de millones de años antes? Venga, mamá, que solo son huesos. Qué rollo.

Solo son huesos. ¿Qué le contestas a una hija de diez años ante un argumento así? Se me ocurren muchas maneras de intentar convencerla, pero iban a parecer frases vacías, esas que soltamos los padres cuando queremos que nuestros hijos hagan algo que no les apetece nada, como las vitaminas que tienen las verduras y lo buenas que son para la salud. Yo quería que fuera con el mejor de los ánimos, dispuesta a disfrutar, así que le avancé algo de lo que nos esperaba.

  • Ah, vale. Entonces, ¿no quieres ver un cerebro de verdad, o coger un cráneo con tus manos, o acorralar un bisonte y matarlo con una lanza?

Mi hija me miró como los hijos miran a sus padres cuando creen que les están colando una medio mentira para convencerlos, pero aceptó. A regañadientes, eso sí, y pensando que había alguna trampa en lo que acababa de contarle.

Y en contar, precisamente, está el secreto, en la manera en la que alguien construye un relato que nos entusiasme. Todos conocemos un mal profesor que nos hizo aburrir -u odiar- la química, o las matemáticas o el latín, y a otro que nos hizo amar aquella asignatura que alguna vez se nos atragantó. Parece fácil, pero no lo es. Y eso que el ser humano es cuentista. La capacidad de hablar y de transmitir para que sea recordado es lo que nos ha hecho como somos y llegar donde estamos. Muchas veces no terminamos de recordar bien cómo es una persona, pero sí lo que nos ha hecho sentir.

Como todo en la vida, Atapuerca y el Museo de la Evolución Humana pueden contarse como un manual de instrucciones, o de manera entusiasta; pueden hacernos sentir que algo estamos aprendiendo o hacernos disfrutar del conocimiento que adquirimos. Un frío sábado de febrero llegamos a la Sima del Elefante acompañados de David. Eran las diez. “Terminaremos sobre las dos y media”, nos dijo, porque después íbamos al Centro de Arqueología Experimental (CAREX)l. Mi hija me miró con cara de “mamá, ya me la has colado otra vez”. El resto de niños del grupo también arrugó la nariz. Pero nos pusimos los cascos, empezamos a caminar por la Trinchera del Ferrocarril y nos olvidamos del tiempo. Nos sumergimos en los niveles de los sedimentos, en el clima cálido y húmedo de un millón de años atrás, en los restos de animales y de humanos que han ido apareciendo en los estratos, en trozos de dientes y cómo se puede saber si son de niños o niñas, sostuvimos una réplica del cráneo de Miguelón y aprendimos qué lo mató, cómo vivía y las cosas que sabía hacer. En el CAREX hicimos fuego con un palo de madera, pintamos grafitis como hace cientos de miles de años, nos enseñaron a rodear a un búfalo y a matarlo con nuestras lanzas primitivas, tiramos flechas con arcos, compusimos una música extraña con una cuerda y una piedra, aprendimos a tallar herramientas en piedra y a diferenciar un hueso que hubiera mordido un animal de otro al que los humanos le arrancaron la carne para comérsela.

Por la tarde, cuando pensábamos que los niños estarían derrotados, Rodrigo nos recibió en el Museo de la Evolución Humana y nos hizo alucinar otra vez. Nos metimos en el barco de Darwin, vimos de cerca un cerebro humano - ¡es de verdad, mamá! -, paseamos entre réplicas a tamaño real de nuestros ancestros y de los homínidos que podían haber sido nosotros, pero se extinguieron, vimos el cráneo real de Miguelón -mira, mamá, el agujero que lo mató- y los huesos humanos llenos de marcas que habíamos aprendido que estaban hechas por otros humanos que se los comían.

  • ¿Ya se ha acabado, mamá? Qué corto ha sido.

Y ese es el gran triunfo, el de un relato bien contado, el de una historia magnífica transmitida de manera entusiasta. Así que, volveremos.