Humanos somos todos


Por Juan Luis Arsuaga / codirector del Proyecto Atapuerca

Recibir el sello de Patrimonio de la Humanidad implica que un bien material o inmaterial se considera mundial y que todo ser humano, por el mero hecho de serlo, puede sentir que le pertenece. Así pues, la catedral de Burgos, aunque es de los burgaleses en primer lugar, también es de los japoneses y de los peruanos, por ejemplo. Ser burgalés conlleva una responsabilidad muy grande, como es la de preservar este bien para que lo conozca y aprecie cualquier visitante de la ciudad. Lo mismo le pasa al burgalés cuando viaja a Japón o Perú, porque también puede sentirse heredero de los bienes catalogados en esos países como patrimonio mundial, sean Kioto o Machu Picchu. Son todos un legado de las generaciones anteriores y que la presente tiene la obligación de preservar.

Todas las lenguas que se hablan en la Tierra, sean o no la nuestra, también son Patrimonio de la Humanidad. Por ello considero cercano a Shakespeare, Dickens, Jane Austin, Salinger, Tolkien, Goethe, Tolstoi, Flaubert, Rosalía de Castro, Pessoa, Dante o Kavafis, aunque no escribieran en mi lengua. Y concibo como míos también a Miguel Ángel y Caravaggio, a Turner y Vermeer, a Van Gogh y Cézanne y a tantos otros artistas que no nacieron en mi país.

Sin embargo, hay una diferencia importante entre Atapuerca y los otros lugares Patrimonio de la Humanidad que no están relacionados con la evolución humana. Y es que, aunque los disfrutemos todos, el resto de bienes son parciales en el sentido de que pertenecen a una cultura, una región o una época de la historia. El Partenón es de todos, sin duda, como lo son las pirámides de Egipto, pero los construyeron griegos y egipcios clásicos, no chinos ni mayas.

Atapuerca, en cambio, es universal, porque nos habla de las raíces comunes de todos los seres humanos, antes de que hubiera indios, rusos, turcos, chilenos o finlandeses. De nuestros antepasados más antiguos descendemos todos los pobladores del planeta sin distinción de naciones. Cada uno de nosotros venimos en último extremo de África, pero ya hace más de un millón de años que Europa también participa del gran tráfico de genes de la evolución humana. Y esto lo sabemos gracias a Atapuerca y a los descubrimientos que se están llevando a cabo allí.

En los últimos veinte años, el tiempo transcurrido desde que Atapuerca fuera incluida en la lista de los bienes Patrimonio de la Humanidad, los científicos y la sociedad burgalesa y de la comunidad de Castilla y León no han estado ociosos. Los yacimientos, viejos de más de un millón de años, están todavía muy vivos. Se ha continuado excavando e investigando para saber más, como debe hacerse con estos lugares privilegiados. La declaración de hace dos décadas no fue el final de un proceso, sino un impulso decisivo para seguir trabajando y aportando más riqueza al acervo común.

No solo se han descubierto más fósiles, sino también más yacimientos, y ahora Atapuerca es mucho más grande y más importante de lo que lo era cuando fue elevada a la máxima categoría de protección, porque este sitio no ha cesado de crecer; no ha parado ni siquiera durante la pandemia del coronavirus.

Cada vez son más visitadas sus cuevas. Además, hace diez años se inauguró el gran Museo de la Evolución Humana, que está a la altura de los mejores del mundo, como corresponde a tan excepcionales descubrimientos. A juzgar por el dinamismo que muestra, Atapuerca es muy joven, con mucho futuro por delante.

Pero también un sueño: el de contribuir desde las raíces a nutrir a la humanidad entera. Los yacimientos de la Sierra muestran unos valores de fraternidad y solidaridad universales, de respeto al planeta y a su biodiversidad, y de serenidad en estos momentos de aflicción de todos los seres humanos, ahora que el dolor también se ha globalizado. Y, por qué no, también de optimismo, porque el Proyecto Atapuerca es la constatación de que trabajando con convicción y con altura de miras no hay sueño imposible.