Toda una vida perdido en Atapuerca


Mario Modesto Mata / Fundación Atapuerca

Era viernes, más exactamente el 31 de mayo de 1997. Ese día fue un antes y un después en mi corto periodo de vida. Fue la primera vez que leí la palabra Atapuerca en el extinto Diario 16 con motivo de la publicación en Science de la especie Homo antecessor. Contaba en aquella fecha con apenas 11 años y 5 meses de edad, pero esa palabra, Atapuerca, se me quedó grabada a fuego en mi mente. Y lo más importante: lo continúa estando después de 22 años, aun si cabe, con más fuerza que nunca. La paleontología humana, con Atapuerca como exponente incuestionable, es una fuente continua de motivación por el trabajo preciso, minucioso y científico que ahí se realiza.

Desde que visité los yacimientos por primera vez, el 3 de julio de 1999, prácticamente no ha habido ninguna campaña que no haya trabajado en las excavaciones, incluyendo el año 2001, cuando el “niño de Atapuerca” participó, ejem, durante la primera quincena de julio en el lavado de sedimentos. Finalmente obtuve una licenciatura, un máster y un doctorado en uno de los temas que más me motivan: el desarrollo y la histología dental de los homininos de Atapuerca. Mis directores de tesis, José María Bermúdez de Castro y Christopher Dean, fueron mi faro en estos años, pero sin duda el Grupo de Antropología Dental del Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana (CENIEH) ha sido un auténtico baluarte en mi formación y aprendizaje como científico. Ahora se abre una etapa diferente, posdoctoral, competitiva y difícil, pero igualmente motivadora.

Atapuerca y su destacado equipo humano, junto con la vanguardia científica y tecnológica que les caracteriza, son un auténtico modelo a seguir. Y me siento profundamente orgulloso de haber crecido como profesional y como persona junto a vosotros. Su famoso esquema triangular, investigación-formación-divulgación, ha resultado ser una combinación exitosa de la que he tenido la posibilidad de aprender y disfrutar desde todos sus vértices.

Quién me diría a mí que cuando recogía huesos de animales muertos entre los corrales de mi pueblo, Bohonal de Ibor, en Cáceres, iba a acabar estudiando algunos de los fósiles humanos más importantes de nuestra evolución. Gracias Atapuerca. Gracias Equipo. Por otros 22 años a vuestro lado.